Saludos de Darth Vader (2024)

Mauricio Carrera

“Llamando a todas las unidades,llamando a todas las unidades”, sonó el aparato. “Un 030-20-1 en Mercer yBellevue. Repito: un 030-20-1 en Mercer y Bellevue…”

–¡Eso es cerca de aquí, Elliot!

“El sospechoso es un hombre blanco,probablemente armado y mantiene rehenes. Procedan con precaución todas lasunidades…” continuó el aparato con su voz de sargento o suegra radiofónica.

–¡Al Capone! Tiene que ser Al Capone.

–¿Cómo lo sabes?

–Intuición, corazonada, mi olfato desabueso, llámalo como quieras.

–¿Vamos a ir?

–¡Claro, Elliot! Es nuestro deber.

–Pero…

–Nada de peros. Tú, tranquilo. Vamos,que para eso nos pagan. Agárrate bien y pásame el micrófono. “Aquí unidad 26,aquí unidad 26. Procedemos, digo, procedo…”, por poco y te descubro –le susurróa Elliot–, “a 030-20-1. Repito: unidad 26 procede a 030-20-1. Cambio y fuera”.

La sirena ululante les abrió pasoentre el pesado tráfico de la tarde. Las llantas rechinaron al doblar laesquina de Broadway y Roy, donde en busca de un atajo bajaron a toda velocidadpor la empinada calle. A lo lejos, como un reflejo atrayente y dorado, se veíael mar. El mar con la profusión de lanchas y de veleros de quienes habíansalido para aprovechar el primer día del verano. Algo que el policía apenasnotó. Estaba nervioso, las manos bien apretadas al volante; un sudor fríorecorría su espalda, su frente.

–¡Ah, cómo me gusta, cómo me gustaesto! –quiso darse ánimos–. Como en los viejos tiempos, ¿eh, Elliot? Cuandojugábamos a policías y ladrones.

–Si, pero eso era un juego; ésta esla vida real. Los ladrones no disparan con pistolas de agua.

–Es lo mismo.

–¿Cómo que es lo mismo?

–Con las pistolas de agua uno secuida de que no lo empapen y con las otras de que no nos maten. Es lo mismo.Son los riesgos de crecer, Elliot.

–O de aceptar este empleo.

–No seas miedoso.

–¿Qué?

–Que no seas miedoso. Es miedo lo quetienes.

–¿Miedo? ¿Miedo yo? ¿De qué hablas?Bueno… –se hizo una pausa–. Un poco. Como siempre.

–No te preocupes.

–“Tú déjalo en mis manos” –lo remedóElliot.

–Sí. Tú déjalo en mis manos.

–Igual que la otra vez. Tu “déjalo enmis manos” y mira lo que pasó: con los bomberos, dos meses en el hospital; enel rodeo, nos vistieron de payasos; y con los guardaespaldas y los paramédicos,¡nos despidieron de inmediato!

–No sigas.

–¡Cuidado!

Estuvieron a punto de atropellar auna anciana que parecía llevar cien años tratando de atravesar la calle y a laque le faltaban cincuenta más para llegar al otro lado. El policía dio unrápido giro al volante y, subiéndose a la banqueta, la esquivó milagrosamente.

–¡Fiuf! –exclamó Elliot.

–Como en los viejos tiempos, ¿eh? TúFittipaldi y yo Ayrton Senna. ¡Roammm, roammm, roammm…! –imitó el motor de unFórmula 1 y metió el acelerador hasta el fondo. –Ahora sí –amenazó sonriente–:te llegó tu hora, Al Capone…

Fueron los primeros en llegar.

Estacionó la patrulla frente alrestaurante.

“Betty’s Fine Food”, se llamaba.

No se veía a nadie pero se escuchabangritos y ayes de dolor, algunas peticiones de auxilio.

–¡Los está matando! Hay que haceralgo. ¡El altavoz! –tomó el micrófono. Lo conectó a la bocina y ordenó; teníala voz temblorosa: –¡Entrégate, Al Capone, estás rodeado!

La respuesta: un disparo que agujereóel parabrisas y pasó rozando la cabeza de Elliot.

–Traicionero como siempre.

–¡Ese estuvo cerca! Mejor vámonos.James, por favor, te lo pido…

–Pero, Elliot, no podemos. Es unaoportunidad de oro: ¡atrapar a Al Capone!

El policía utilizó de nuevo elaltavoz: “¡Tú te lo buscaste!”, amenazó, y abrió la puerta. Estaba a punto desalir cuando Elliot lo detuvo:

–¿Adónde vas?

–A detenerlo.

–Pero, ¿por qué nosotros? ¿No podríasesperar? No tardan en venir los refuerzos.

–Elliot –paternal, le puso la mano enel hombro–, se trata de Al Capone. Y mantiene rehenes. Los puede matar encualquier momento. Escucha sus gritos. Tenemos que hacer algo.

–No me dejes solo, entonces. Te losuplico. Tengo miedo.

Un nuevo disparo se estrelló en lapuerta; otro más, al desinflar una llanta, hizo que el carro se ladeara.

–Por favor…

–OK, vamos. Pero tienes que ayudarme.Toma esa escopeta. Tú me cubres. A la cuenta de tres, disparas…

–James, sabes que no puedo hacerlo.

–¡Claro que puedes!

–No. ¿Qué no entiendes?

–¿Entender qué? El que debe deentender eres tú. Entiende que es lo de siempre: indios y vaqueros, buenos ymalos, policías y ladrones…

–No, James, esto es la vida, crecer,tener que ganarse el pan, tú lo dijiste.

–Tonterías. ¡Acompáñame! ¡Vamos adarle su merecido!

El policía y Elliot salieroncorriendo del carro. La ráfa*ga de balas que los persiguió terminó porestrellarse en el árbol tras el que se parapetaron.

–¿Estás bien?

–Sí, eso creo. Pero insisto…

–Calla. Tengo un plan: tú te asomas,le pides que se rinda, y si no lo hace e intenta dispararte, yo me le adelantoy le disparo.

–No me gusta.

–Pues tienes que hacerlo. Así lohemos hecho antes. ¿Recuerdas? Hank Solo y Luke Skywalker, Flash y LinternaVerde, Sherlock Holmes y el doctor Watson…

Elliot cerró los ojos, trató decalmarse; estaba temblando.

–No puedo.

–¡Claro que puedes! Como cuandocapturamos a Goldfinger. ¡O al Guasón! ¡A Moriarty!

–Pero eran juegos, James, juegos…

–¡Cobarde! Si no lo haces tú, voy aser yo el que dé la cara. ¡Cúbreme!

–¡No! –lo detuvo. –Déjamelo a mí.

Elliot asomó la cabeza. Ordenó:

–¡Ríndete, Al Capone!

–Muy gracioso, muy gracioso –seescuchó una carcajada–. Mira, policía, lo que hago con tu muñeco, ¡ventrílocuoestúpido! –dijo alguien desde el restaurante. Tenía una máscara que enronquecíasu voz, y en su mano, una pistola grande como el cañón de un acorazado.

Sonó un disparo.

La bala perforó la frente de Elliot,quien con el impacto escapó del brazo de James.

–¡Noooo! –gritó el policía. El muñecosalió volando y rebotó con su cabeza en el asfalto. Quedó ladeada y desfiguradaen medio de un charco de aserrín y de astillas. James salió de su escondite:

–¡Muere, Al Capone! –disparó toda lacarga.

–…seis, ¡siete! –contó el delrestaurante– No tienes más balas –se incorporó de entre el refrigerador y unamesa que le habían servido de escudo y le apuntó con su Magnum 47. –¡Pum! –dijoy apretó el gatillo.

James, que pareció resbalarse con unacáscara de plátano, quedó en el piso con una perforación en el cráneo.

Cuando los refuerzos llegaron erademasiado tarde. Encontraron a Betty, la dueña, a Fiorio, su cocinero, a Naomi,la mesera, y a Thomas González y Andrew Schelling, dos de los clientes que aesa hora habían tenido la mala fortuna de ir a probar la sopa de mariscos queera el especial del día, ejecutados de un tiro en la nuca. El policía, a laentrada del restaurante, yacía con la mitad de los sesos de fuera. Teníapuesta, en lugar de la placa oficial, una de juguete en la que se leía “JamesBond” y el número “007”. En el muñeco, de quien todo mundo se preguntaba quédiablos hacía ahí, hallaron una placa parecida a la del policía aunque con otronombre: “Elliot Ness”. Su rostro de madera estaba desfigurado por el impacto deuna bala expansiva y su uniforme perforado y quemado por tres disparos aquemarropa. Sobre su gorra, que el maleante había pisoteado en su huida,hallaron una nota que decía: “Saludos”, y la firma “Darth Vader”, subrayada conla sangre de una de las víctimas.

Saludos de Darth Vader (2024)

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